03 Mar 2016

Los que desde distintos lugares de la geografía hispana nos disponemos, una vez más a congregarnos al conjuro del Pardal en el viejo solar evocador de nuestros primeros pasos por la vida para ser actores de la representación anual del drama de la Pasión del Señor –siquiera sea en el modesto papel que nos corresponde–, quisiéramos vernos sorprendidos gratamente de vez en cuando con innovaciones o reformas en la escenografía y desarrollo de esa representación, que hiciesen patente que es la tradición y no la rutina» la que nos impulsa.

Nos damos perfecta cuenta de que no es la misma perspectiva la de los que habitualmente residen en la ciudad y la de los que a ella llegamos circunstancialmente. Y es que en este, como en otros tantos casos, es muy cierto el aserto de que los árboles no dejan ver el bosque.

Ser o no ser, decimos con Hamlet, y quisiéramos por medio de estas líneas inculcar en el ánimo de todos nuestros paisanos la voluntad de ser, que significa tanto como llevar andado la mitad del camino para llegar a serlo; sacudir su indiferencia y apatía, paralizadoras del pensamiento y la acción, haciéndoles compartir mi convicción de que aún es tiempo de salvar la última reminiscencia de la antigua grandeza de nuestra amada ciudad.

No pretendemos fantasías irrealizables ni competiciones absurdas, sino perfeccionar lo existente, cuidar el detalle; es decir, pulir la joya. Pero para ello no basta con el esfuerzo mínimo de elevar al hijito o al nietecillo sobre los hombros para que vea pasar las imágenes, que es poco más o menos lo que tantos se limitan a hacer en estos días, ya que es muy de lamentar que sean muchas las familias moralmente obligadas y materialmente pudientes que permanecen ajenas a las cofradías.

Se necesita la acción colectiva y coordinada de todos –autoridades, comercio, industria y pueblo en general– para arbitrar los medios y recursos necesarios para elevar nuestras procesiones al nivel descollante que por tantos conceptos merecen a fin de que puedan ser admiradas por todo el ámbito de la vetusta y anchurosa tierra de campos, como lo fuera en épocas pretéritas.

Dada la forzosa concisión de este artículo, me sería imposible reseñar las reformas y nuevas aportaciones que, siendo perfectamente factibles, darían esplendor a nuestra Semana Santa y, muy especialmente, a los desfiles procesionales, sin menoscabo de la más pura ortodoxia litúrgica. Pero mientras se resuelve o no el problema en toda su amplitud, séame permitido insistir en la conveniencia de la creación del estandarte o bandera oficial que tal como yo la concibo sería de una gran belleza, ya que no dudo se brindarían manos femeninas a bordarla con amor y primor.

Esta bandera que sería escoltada por las de todas las cofradías, sobre dar gran vistosidad al cortejo, serviría para desempeñar una misión necesaria y hoy inexistente, cual es la de abrir marcha a la procesión marcando su itinerario arbitraria, y a veces perturbadora, de los portadores del primer paso.

Igualmente paréceme oportuno sugerir un mayor esmero en la organización de la salida y entrada de la última procesión, principalmente las escenas tan típicas de la entrada de las populares Longinos y la Escalera en la noche del viernes.

La instalación de unas gradas bajo los soportales del Casino y un servicio de orden que impidiese el tropel que rodea a los pasos dificultando su visibilidad y los movimientos de los que penosamente les llevan, harían mucho más cómoda su contemplación y ayudaría a compenetrarse

con la solemnidad del momento, al que sumada la admiración por la gallardía de los actores y el arrobamiento de los sentidos por la fúnebre melodía de Chopin, le dan ese conjunto maravilloso y único que hace irreprimibles los aplausos de la multitud. (Y a propósito, ¿quién habla de la irreverencia de esos aplausos? El Papa es aplaudido en el recinto más sagrado de la orbe; al pie mismo del sepulcro de San Pedro).

Estimo, pues, que bien merece la apena salvar a nuestra Semana Santa de su actual decadencia, ya que no basta que Medina de Rioseco sea el centro agrícola y comercial de la comarca, sino que debe ser también, en cierto modo, su centro espiritual. Solo así podrá lograrse que sea mayor cada año el número de los que acudan a deleitarse con la contemplación de nuestro tesoro artístico, llevándose al regresar a sus lares el perenne recuerdo de las horas de religiosa emoción vividas en la noche de apoteosis del Viernes Santo; la noche más riosecana de todas las noches.

PEDRO GARCÍA DE HOYOS (1950)