01 Mar 2016

En la noche del Viernes Santo de Medina de Rioseco, cuya Semana Santa ha  traspasado las fronteras por su  grandiosidad, belleza y piedad, las miradas se concentran en el Santo Cristo de la Paz, impresionante imagen esculpida por Antonio Martínez del siglo XVII, que iluminada se levanta en medio de la multitud.

La procesión ofrece la oportunidad de recordar lo que el Crucificado sufrió cuando pendía entre el cielo y la tierra. Un sentimiento de pesar por la gravedad de lo acontecido en el monte Calvario al lado de Jerusalén estremece a los fieles que contemplan al Señor. Miles de rostros, en los que se refleja un corazón quebrantado, contemplan la imagen muerta del que en la cruz sufrió lo indecible, cuando con sollozos clamaba con voz fuerte en medio de un pueblo que cruelmente exigía la crucifixión y junto a un grupito de fieles entre los que estaba su madre que con dolor inmenso escuchaban las palabras entrecortadas por el dolor, palabras que ha recogido el Evangelio como joyas preciosas.

Resuenan todavía en los oídos los gritos de Jesús, que penetran como espadas hasta lo más hondo del alma. Dos gritos quiero ahora recordar, uno que brota desde las tinieblas y otro que arranca de la infinita confianza de Jesús en el Padre Dios. «Jesús gritó con voz potente: Elí, Elí, lemá sabaktaní (es decir: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?)» (Mt 27, 46; Mc 15, 34). La narración evangélica dice que a mediodía las tinieblas cubrieron la tierra, estando ya crucificados Jesús y los dos bandidos a su lado.

Estas tinieblas recuerdan otras tinieblas de la historia de la salvación (Cf. Amós. 8, 9 s; Ex 10, 22). Las tinieblas del monte llegan al corazón de Jesús oscureciendo la relación filial con Dios Padre. Las palabras pertenecen al Salmo 22, que comienza con esa queja impresionante pero termina con vigorosas palabras de confianza en su liberación.

El segundo grito es éste: «Jesús, clamando con voz fuerte, dijo: Padre, a tus mano encomiendo mi espíritu. Y, dicho esto, expiró» (Lc 23, 56. Cf. Mt 27, 50; Mc 15, 3). Jesús, al final de su existencia, expresa atenazado por el dolor su confianza filial; muere en brazos del Padre. Con Jesús también nosotros podemos cruzar confiadamente el umbral de la muerte.

La confianza vence a la angustia; el descanso en Dios se impone al sufrimiento desgarrador; la paz termina serenando el alma. Este mensaje nos transmite el Santo Cristo de la Paz el Viernes Santo en Medina de Rioseco.

Los gritos de Jesús en la cruz, tanto el de angustia como el de confianza, son eco de tantos gritos de la historia de la humanidad: Gritos de ajusticiados, de desesperados, de esclavos y torturados; gritos de desamparo, de dolor, de terror. Dios preguntó a Caín por su hermano: «¿Dónde está Abel tu hermano? Respondió Caín: No sé; ¿soy yo el guardián de mi hermano?. El Señor replicó: ¿qué has hecho? La sangre de tu hermano me está gritando desde el suelo» (Gén. 4, 9-10). Dios escucha el clamor de los amenazados y defiende la vida de todos. En medio de las lamentaciones y congojas clama el fiel: «Alzo mi voz a Dios gritando, alzo mi voz a Dios para que oiga. En mi angustia busco a Dios» (Sal. 77, 2-3); y al mismo tiempo recuerda las proezas del Señor y su poder salvador (v. 15).

Aquí se presiente ya el misterio pascual de Jesús, resucitado de entre los muertos (Cf. 2 Tim 2, 8). También nosotros podemos escuchar a los centinelas cuando anuncian la cercanía de Dios y el renacer de una nueva esperanza: «Escucha tus vigías gritan, cantan a coro, porque ven cara a cara al Señor, que vuelve a Sión» (Is 52, 8). En el doble grito de Jesús en la cruz, el de tristeza y el de alegría, el de muerte y el de vida, resuenan también nuestros gritos. ¡Qué bellamente expresó la religiosa cisterciense Isabel Guerra este múltiple grito de desgarro, de perdón y de entrega, que oyó María, la Virgen fiel, junto a su Hijo Jesús! «Man dre de humildad y de obediencia, ¡qué intrépida es tu fe junto al pesebre y al madero! Y cuando es de noche, y cuando estalla al mediodía la tormenta, y cuando llora un niño –que es tu Hijo- que de hombre, con un grito, desgarrará los aires, los velos y las piedras, con grito de abandono, que es grito de perdón, grito de entrega». Estos ingredientes del grito de Jesús (Cf. Mt 27, 45-54; Lc 23, 44-49) de abandono, de perdón, de entrega confiada a Dios, de llamada a la esperanza y a la paz, podemos oírlos también nosotros cuando contemplamos al Santo Cristo de la Paz. Con la Liturgia de las Horas reza la Iglesia: «Dieron gritos las piedras en duelo a la hora de nona». El grito de Jesús retumba en el monte y resquebraja las piedras; pero la hora de Nona es ante todo «hora de gracia, en que Dios da su paz la tierra por la sangre de Cristo».

El pintor abulense L. Díaz-Castilla, que ha pintado sendas series sobre obras de Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, ha representado a Jesús en la cruz vivo (la mayor parte de los crucificados lo representan muerto) emitiendo una queja con voz potente, titulado precisamente El Grito. Nos impresionan algunos elementos expresivos: El suspendido en la cruz lanza su voz grande hacia el cielo, el grito lanzado desde el fondo aún resuena, una negra sima separa a la nube blanca con jeroglíficos y al hombre que clama sin descanso, el crucificado está en actitud de espera aguardando que sea escuchado el eco de su voz. Seguramente en este grito que no cesa son recogidos todos los gritos de la humanidad, y más en concreto el «misere» del hombre de Castilla. Como decía Unamuno, es un «grito que clama al cielo».

La imagen del Santo Cristo de la Paz, que gritó desde la soledad y el abandono como Crucificado y gritó también como el Hijo confiado enteramente al Padre, representa a Jesús ya pacificado. El grito se ha convertido en mansedumbre. El doliente ha entrado en el reposo.

Desde la paz en Dios, desde el descanso eterno como vencedor del pecado y de la muerte, nos tiende la mano. ¿Qué significa que le invoquemos como el Santo Cristo de la Paz? Jesús es nuestra paz; a través de Él hemos recibido la gracia de la reconciliación.

El rico en misericordia derrama en nuestros corazones el perdón que devuelve el gozo de la salvación (Cf. Sal. 50). San Pablo expresó como nadie la acción pacificadora de Jesús. «Ahora, gracias a Cristo Jesús, los que un tiempo estabais lejos estáis cerca por la sangre de Cristo. Él es nuestra paz: el que de los dos pueblos (judíos y gentiles) ha hecho uno, derribando en su cuerpo de carne el muro que los separaba: la enemistad » (Ef 2, 13-14).

Cuando contemplemos en la procesión del Viernes Santo el rostro iluminado de Jesucristo, que gritó desde su angustia y gritó también desde su confianza, cuando pase junto a nosotros el Santo Cristo de la Paz, le pidamos que nos pacifique y nos haga pacificadores; que calme la agitación de nuestra alma y expulse el odio de nuestro corazón; que nos convierta en sembradores de paz en nuestra familia y nuestro entorno. El nombre de Dios es Misericordia y Shalom, es decir, paz como síntesis de los bienes de la salvación. Que nunca cedamos a la

violencia y la espiral que fácilmente desencadena; que nunca profanemos el santo nombre de Dios apelando al que es nuestra Paz para justificar nuestras acciones violentas.
 

¡SANTO CRISTO DE LA PAZ, TEN PIEDAD DE NOSOTROS!